Dicen que San Victorián nació en Italia por el siglo V. Su
especialidad era la de sanador, con la que obtuvo mucho éxito y fama. Y
ahi empezaron sus problemas.
Víctima de su éxito, el santo se sintió siempre acosado por sus
admiradores, que le adoraban y le exponían a caer en las garras de la
soberbia (o vanidad), uno de esos pecados capitales clásicos. Ese temor
hizo que el bueno de Victorián tuviera que huir a Francia, en tiempos en
los que viajar no debía ser precisamente un placer.
Pero en el país galo le esperaba un pecado aún peor; la lujuria. Y
es que una moza de por ahí, Maura, se enamoró perdidamente de él y tentó
al santo a hacer cosas no muy acordes con su condición. Y como la
jodienda nunca enmienda, de nuevo hizo el hatillo y huyó, esta vez
atravesando los Pirineos hasta llegar a lo que ahora es España.
Decidió aislarse en el Sobrarbe, en la entonces inaccesible cueva
de la Espelunca, a los pies de la Peña Montañesa. Aún así, su fama era
enorme y muchos fieles subían a verle y a ser sanados. Nada dice la
leyenda de en qué punto de los Pirineos se quedó la pobre Maura.
Finalmente, ya mayor y cansado y siendo consciente que al final lo
que mata es la humedad, el santo accedió a instalarse en el monasterio
que existía unos metros más abajo, convirtiéndose en su abad y
cediéndole su nombre para la posteridad.
Y entre santos y leyendas me encontré yo esa mañana de final del
invierno, realizando esta preciosa ruta por las quebradas carreteras de
la Sierra Ferrera para llegar al Monasterio de San Victorián desde
Boltaña. Territorio en el que se alternan margas y bosques de pino,
carrasca y robles en la parte más alta. Se atraviesan pequeños pueblos,
aún habitados, como Torrelisa, Molinos, Oncins o El Pueyo de Araguás,
disfrutando de la soledad casi absoluta de esta zona a esta altura del
año.
Cincuenta kilómetros de gozo e historia, con más de mil metros de desnivel acumulado.
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